Éramos tan felices… Y lo sabíamos.

Han pasado años desde mi última nota en un blog. Las circunstancias de la vida han reducido a tal punto el tiempo libre que, para cuando lo tengo, estoy demasiado cansado como para hilar ideas decentes que pueden ser leídas por… nadie, o por un completo desconocido. Y tal vez ha pasado tanto tiempo que con algunas ideas específicas vertidas anteriormente en este sitio ya no esté de acuerdo, o puede que sí. A pesar de todo, alcancé a escribir bastante. Hoy es un nuevo momento para escribir.

No voy a ponerme a discutir acerca de las circunstancias que nos rodean, ya es de conocimiento pleno de todos. El objetivo de todo esto no será criticar, sino comentar, hacer un análisis libre, como si el tiempo nos sobrara para hacer absolutamente cualquier cosa (a veces, siento, hay que pensar así). Naturalmente esto será desde mi experiencia, como una brevísima autobiografía de los últimos años.

Resulta que, en las circunstancias actuales, he visto muy seguidamente por las redes la frase «Éramos felices y ni siquiera lo sabíamos»… Qué fuerte frase. Tiene su lado positivo, por supuesto: fuimos tan felices que ni siquiera tuvimos tiempo para caer en la cuenta de que lo estábamos siendo. Su lado «negativo» es que de una u otra forma deja entrever que muchas cosas que hicimos no fueron valoradas en el momento propicio. No tuvimos tiempo para ser conscientes en contemplarlas, en vivirlas, en agradecerlas.

Cuando salí del colegio era un chico absolutamente distinto al tipo que soy ahora. Recuerdo que estaba lleno de prejuicios acerca de ciertos temas: la marihuana, el aborto, las fiestas, e incluso de la gente sociable que en un día hacía mil amigos. Por supuesto que luego de dejar atrás el colegio entré en una suerte de duelo con mi pasado, para remate ese proceso también incluyó una ruptura amorosa que casi me llevó al suelo. Fue ahí cuando un viaje mágico a la costa, a eso de las 4 am junto a mi gran amiga Antonia San Martin, reinsertó de forma inexplicable toda la energía que había perdido:

_MG_9083

El viaje fue absolutamente terapéutico. Recuerdo que presencié por primera vez una mariposa azul gigante, tal vez una morpho azul, que me siguió quizá durante un minuto entero, mientras yo corría en círculos desesperado por tal enorme insecto revoloteándome en las orejas. Este viaje y sus características mágicas fueron el prólogo y el grito de inicio hacia una era totalmente nueva en mi vida. De ahí en adelante todo cambia: hay un antes y un después. Viví por cuenta propia y sin la intervención de nadie lo que tal vez hoy muchos enmascaran (y reducen) bajo la moda del concepto de la «deconstrucción»… Como si transformar tu vida y abrirte voluntariamente a cuestionar tus propios criterios y perspectivas para darle un nuevo significado a todo fuera reducible a imaginar que simplemente te desarmas y te vuelves a armar, o como si fuera reducible a un simple concepto de moda. Para mí fue mucho más que eso: fue prácticamente un renacer. Por supuesto Jacques Derrida (filósofo que acuñó el término original de deconstrucción, con otro carácter) no tiene nada que ver con mi historia y mucho menos con el concepto actual de deconstrucción, por lo que, tanto él como yo nos hemos de sentir un poco incómodos (él en su tumba, por supuesto) con este desorden, con el cual yo tampoco (espero) guardo relación.

Así, con el pasar del tiempo y gracias a la oportunidad que me di de entregarle una nueva perspectiva a las cosas, pude vivir y empezar a vivir todas esas cosas que dejé relegadas por mi propio prejuicio. Tal vez a algunos adultos con sus años les parezca absurdo que las fiestas y los amigos sean algo que agradezco, pero es que trajeron un sinfín de experiencias que de otra manera no hubiera vivido si no lograba entrar a ese mundo. Acá el problema no eran solamente mis prejuicios: lo era también mi profunda timidez. Ciertos sucesos desafortunados de mi vida se habían comido completamente mi personalidad, y en los primeros momentos recurrí a lo que tal vez todos habían recurrido muchísimo antes para lograr entrar en el mundo: beber, beber y beber. Yo era el ñoño de las películas que no sabía bailar, que le costaba un poco socializar, pero que con unos sorbitos de alcohol se transformaba en el alma de la fiesta. Muchos muy probablemente no entendían mis acciones, porque la gran mayoría había empezado mucho más joven. Y aunque mis prejuicios y mi timidez fueron un obstáculo en primer lugar, igualmente los agradezco porque tampoco hubiera sido conveniente ingresar a ese mundo tan joven.

Así fue como desde mis 18 años y 3 meses viví decenas y decenas de fiestas, cientos de juntas con amigos (y nuevos amigos), y cómo pude vivir un área completamente diferente de la vida. Me sentía un verdadero infiltrado, un polizón del mundo de los introvertidos y los tímidos que, equipado nada más que con su corazón y muchas ganas de experimentar cosas nuevas, se subía al psicodélico barco de los extrovertidos, en donde el baile -que por muchos años me dio la espalda y nunca perfeccioné por completo- era el lenguaje principal, en donde podíamos divertirnos como niños y reflexionar como viejos filósofos embriagados, en donde la vida empezaba en la noche y culminaba con el indeseado amanecer.

20150719_045753770_iOS

Agradezco de igual manera la oportunidad que me dio la vida de vivir joven estas experiencias. Recuerdo que en aquel entonces, cuando conocía por A, B o C motivo personas un poco mayores que nosotros, muchas veces me decían: «Vive ahora tu vida, disfruta, que después te haces viejo y te arrepientes de no haber hecho cosas que pudieras haber hecho». Eso también fue un impulso para deshacerme de los miedos y prejuicios para lograr entrar a un mundo que, en nuestra actualidad, ya es parte de una etapa que «hay que (debes) vivir». Sin embargo, esto no lo hice solamente porque todos lo hacían: lo hice porque lo hacían mis amigos y porque yo también quería vivirlo. Quería vivirlo antes de que se acabara el tiempo.

El tiempo fue un tema complicado. Siempre temí estar remando en contra de él. Ese fue otro de los impulsos que me llevaron a conocer tierras desconocidas. Sin el temor ante el tiempo probablemente nunca hubiera hecho todo lo que hice. La sensación de que todo podía acabar pronto me llevó, aunque no de forma atrozmente adictiva, a atreverme a cosas a las que ese chico colegial no se hubiera atrevido bajo ninguna circunstancia. Hacerme consciente de que el tiempo pasaba, hecho que no siempre podía sobrellevar, me permitió sin embargo lanzarme al vacío en infinidad de ocasiones. Cuando me daba cuenta de que, cayendo por ese abismo, podía planear y hasta volar agradecía a las agallas innatas y a esa adrenalina previa que nublaba cada momento justo antes de lanzarme.

IMG_3276

El temor al tiempo también me ha hecho valorar las experiencias junto a mis amigos de una forma que tal vez nunca lo hubiera hecho. Naturalmente con el pasar de los años ese temor se volvió insignificante, pero siguió y ha seguido recordándome siempre -y lo agradezco- cuánto tengo que valorar cada momento y disfrutarlo sin pensar mucho en el futuro, sin llenarme de demasiadas expectativas y, en fin, viviendo el ahora a concho.

descarga

Las circunstancias actuales nos tienen bastante alejados de esa vida que muchos solíamos tener (no digo que últimamente me la pasaba en fiestas, para nada, pero el disfrutar junto a nuestros amigos es algo que perdurará hasta el fin de nuestros días), y es aquí cuando agradezco estrepitosamente a las decisiones que tomé, a dejar atrás las cadenas del prejuicio y la timidez, a vivir sin miedo y a salir de la zona de confort. Todas esas cosas que no podemos hacer ahora y que quizá cuándo repetiremos… Me hicieron ser feliz… Y LO SABÍA.

Ahora es momento de detenernos, de reflexionar, de cuidarnos y de esperar ansiosos al momento en que volvamos a abrazarnos, a brindar y a bailar para que esta próxima vez sí todos seamos felices y lo sepamos. Porque a fin de cuentas, -aunque nos quieran pintar el panorama un poco más oscuro- de eso es lo que se trata la vida.

Deja un comentario